Sábado, 11 de marzo
El viajero
desconocía el lugar y el camino era largo y pesado. Temía no llegar al
siguiente pueblo antes de que la noche se le echara encima. No muy lejos, vio a
un campesino que trabajaba la tierra. Se acercó y le preguntó por el tiempo que
faltaba para llegar a G. El campesino, como si no fuera con él, siguió con su
faena sin levantar la vista. El viajero
lo miró extrañado y volvió a preguntarle. Esperó, pero no hubo respuesta. Miró
contrariado al campesino, que seguía impasible con su labor, y retomó el camino
con paso firme. Su figura se iba distanciando en el horizonte. “Dos horas y
treinta minutos”, escuchó. El viajero, perplejo, se paró unos instantes y
volvió sobre sus pasos. El campesino seguía con su trabajo sin prestarle
atención. El viajero, con gesto irritado, le inquirió: “¿Por qué no me
contestaste cuando te pregunté?”. El campesino levantó la cabeza, lo miró con
una sonrisa y le dijo: “Desconocía cómo eran sus pasos”. El campesino siguió
con su trabajo y el viajero reanudó el camino.
Viene bien traer
a la memoria este cuento para recordarnos que la distancia es relativa en
relación con el tiempo para recorrerla. Salimos de Graus por la iglesia de San Miguel para seguir la
senda zigzagueante y en ascenso moderado que acercaba a los romeros a la ermita
de san Pedro. En pocos minutos llegamos a la Piedra Plana, una piedra lisa
junto al camino. Leemos que en este lugar había una fuente que hacía que los
romeros pararan por la tarde en su descenso de la ermita para merendar y seguir
la fiesta. Hoy, ni agua, ni merienda, ni dance.
Dejamos el cruce
de la ermita y seguimos nuestro camino para atravesar la Ubaga, un bosque de
pinos silvestres de repoblación. Semiocultos por el bosque se encuentran los
restos de la ermita románica de san Miguel o de los Templarios junto a una necrópolis. Deberían haber tenido
cuidado en no plantar árboles junto a las ruinas para preservarlas de las
raíces. El templo pudo ser la parroquia del despoblado medieval llamado Casals.
El
bosque queda atrás y descendemos hasta el barranco de Grustán. El camino sigue en ascenso
entre bancales abandonados cubiertos de olivos añosos y almendros en toda su
plenitud floral. Paisaje hermoso para el deleite si no fuera por un sol en
caída libre en este prematuro veranillo que aturde los sentidos. Bordeamos el
farallón de la muela donde se ubica Grustán.
Asentado en un
privilegiado emplazamiento desde la cual se observan unas espectaculares
vistas de los valles del Ésera e Isábena, presenta un estado desolador. El
pueblo fue abandonado entre las décadas cincuenta y sesenta del siglo pasado; su
casco urbano está desparramado y en ruinas, en el que destacan fachadas,
puertas doveladas y, sin duda, la iglesia parroquial de Santa María, a la que no pudimos acceder porque se le olvidó a
alguien pedir la llave en el ayuntamiento de Graus. Destaca el gran ábside románico y su esbelta torre
construida sobre el porche de entrada. Y el reloj de sol, que hizo buena la
hora para iniciar el regreso.
La bajada se hizo cansada y dura porque el GPS de M. confundió la condición física con la
psíquica. Cervecicas y cafés la compensaron. La visita nocturna a la restaurada
y bella plaza Mayor de Graus cerró un día caluroso y estimulante.
Fotos de Pepe, Matilde,
Rita,
CarmenB, Hortensia, Nines y Josemari