martes, 14 de marzo de 2017



Grustán

San Miguel de los Templarios




Sábado, 11 de marzo








El viajero desconocía el lugar y el camino era largo y pesado. Temía no llegar al siguiente pueblo antes de que la noche se le echara encima. No muy lejos, vio a un campesino que trabajaba la tierra. Se acercó y le preguntó por el tiempo que faltaba para llegar a G. El campesino, como si no fuera con él, siguió con su faena sin levantar la vista. El  viajero lo miró extrañado y volvió a preguntarle. Esperó, pero no hubo respuesta. Miró contrariado al campesino, que seguía impasible con su labor, y retomó el camino con paso firme. Su figura se iba distanciando en el horizonte. “Dos horas y treinta minutos”, escuchó. El viajero, perplejo, se paró unos instantes y volvió sobre sus pasos. El campesino seguía con su trabajo sin prestarle atención. El viajero, con gesto irritado, le inquirió: “¿Por qué no me contestaste cuando te pregunté?”. El campesino levantó la cabeza, lo miró con una sonrisa y le dijo: “Desconocía cómo eran sus pasos”. El campesino siguió con su trabajo y el viajero reanudó el camino.










 
 

Viene bien traer a la memoria este cuento para recordarnos que la distancia es relativa en relación con el tiempo para recorrerla. Salimos de Graus por la iglesia de San Miguel para seguir la senda zigzagueante y en ascenso moderado que acercaba a los romeros a la ermita de san Pedro. En pocos minutos llegamos a la Piedra Plana, una piedra lisa junto al camino. Leemos que en este lugar había una fuente que hacía que los romeros pararan por la tarde en su descenso de la ermita para merendar y seguir la fiesta. Hoy, ni agua, ni merienda, ni dance.










Dejamos el cruce de la ermita y seguimos nuestro camino para atravesar la Ubaga, un bosque de pinos silvestres de repoblación. Semiocultos por el bosque se encuentran los restos de la ermita románica de san Miguel o de los Templarios junto a una necrópolis. Deberían haber tenido cuidado en no plantar árboles junto a las ruinas para preservarlas de las raíces. El templo pudo ser la parroquia del despoblado medieval llamado Casals.









El bosque queda atrás y descendemos hasta el barranco de Grustán. El camino sigue en ascenso entre bancales abandonados cubiertos de olivos añosos y almendros en toda su plenitud floral. Paisaje hermoso para el deleite si no fuera por un sol en caída libre en este prematuro veranillo que aturde los sentidos. Bordeamos el farallón de la muela donde se ubica Grustán.























Asentado en un privilegiado emplazamiento desde la cual se observan unas espectaculares vistas de los valles del Ésera e Isábena, presenta un estado desolador. El pueblo fue abandonado entre las décadas cincuenta y sesenta del siglo pasado; su casco urbano está desparramado y en ruinas, en el que destacan fachadas, puertas doveladas y, sin duda, la iglesia parroquial de Santa María, a la que no pudimos acceder porque se le olvidó a alguien pedir la llave en el ayuntamiento de Graus. Destaca el  gran ábside románico y su esbelta torre construida sobre el porche de entrada. Y el reloj de sol, que hizo buena la hora para iniciar el regreso.





























La bajada se hizo cansada y dura porque el GPS de M. confundió la condición física con la psíquica. Cervecicas y cafés la compensaron. La visita nocturna a la restaurada y bella plaza Mayor de Graus cerró un día caluroso y estimulante.












Fotos de Pepe, Matilde, Rita, 
CarmenB, Hortensia, Nines y Josemari








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